El rito



Pepa y yo, todos los días, escondemos el hueso. Un falso hueso, aunque muy cierto, con dos nudos de pasta endurecida en los extremos, amasado con calcio, dicen; esos que oportunamente se ofrecen en veterinarias y que sirven para contener los excesos de energía canina. Pepa lo conserva con obsecuencia, como un trofeo, mientras La Bestia, en el patio, descabeza el suyo en medio de un charco de baba pastosa. Con Rocco nunca se sabe si es baba o pis. Nos encerramos en el living, la oscuridad de la tarde marca el camino. Ella da algunas vueltas, mira, revisa las ventanas que dan al patio. No suelta la valiosa pieza, aunque confía; estudia todo el territorio, después la deja detrás del sofá. Duda  Vuelve a tomarla, parece analizar un poco la situación, encuentra dónde. Esconderlo no es una elección: Pepa decide que debe hacerlo. Se sube a una de las poltronas de cuero, se sienta, escarba con las patas, hunde la cabeza, empuja, mete el hocico, asegura el espacio. Ahueca. Un pozo de cuero cercado de bolitas de telgopor apelmazadas: el escondite perfecto. La miro atónita, sin decir nada. De vez en cuando me mira. Después tapa, invierte los movimientos, empuja, cierra: patas, cabeza, hocico, la anatomía toda dispuesta a cerrar ese hueco. A falta de tierra, la maleabilidad del material contribuye con su idea. Después de algunos movimientos, aparece la certeza de que estará seguro. Yo la ayudo coronando el escondite con un almohadón árabe, labrado con hilos dorados y negros, que compramos el verano pasado en rebaja. Después doblo una manta y la coloco encima. No es nada fácil poner el hueso de la felicidad a salvo de las bestias.

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